Por Osvaldo Durán Castro , Sociólogo, profesor ITCR
Publicada originalmente el 11 febrero, 2020
En la improductiva Conferencia sobre cambio climático (COP25), realizada en diciembre 2019 en Madrid, España, escogieron a Costa Rica
En la improductiva Conferencia sobre cambio climático (COP25), realizada en diciembre 2019 en Madrid, España, escogieron a Costa Rica –o no sabemos si el Gobierno se ofreció– para realizar un Congreso Internacional de Hidroelectricidad, para el año 2021. Ese evento reafirmará la creencia infundada de que las represas son energía “limpia y verde”.
La existencia de más de 50.000 represas en el 60% o más de los ríos del planeta ha sido la causa de una destrucción incalculable de ecosistemas y vida social, que hasta ahora ni los Gobiernos ni las empresas privadas han asumido ni, mucho menos, pagado. Reparar los daños es simplemente imposible, aunque la multimillonaria burocracia técnica pagada por las constructoras invente todo tipo de argumentos y los exponga en los “estudios de impacto ambiental”, que casi sin excepción son aprobados por las oficinas o ministerios de ambiente de todos los países. De hecho, los costos de la destrucción no se calculan bien en la mayoría de los estudios. Se cuentan como impactos inevitables y se promete solventarlos con propuestas de “mitigación” que nunca, o casi nunca, se cumplen. ¿Cuál es el valor del agua, de los ríos, de los ecosistemas y de las comunidades asociadas con los ríos? Siempre son asuntos ocultos y no considerados.
Los impactos negativos de las represas y, particularmente, su condición de detonadoras del calentamiento global han sido investigados y difundidos, entre otras entidades, por International Rivers, entidad con todo tipo de créditos en esta materia. Desde Brasil hasta China –los países con más represas y con más proyectos en construcción y en espera–, los impactos son letales: producción de metano, calentamiento local y global, destrucción de ecosistemas en los cauces y en las cuencas enteras; además, se suman la persecución, judicialización y asesinato de muchas personas opositoras. En Brasil, las investigaciones estiman que al menos un cuarto de todas las emisiones de metano son generadas por las represas y otros estanques de agua, y que la acumulación de suciedad y contaminantes en las presas impide el ciclo de vida de los ríos. Estudios de universidades y organizaciones sociales en China, donde el enjambre de represas existentes y proyectadas es incontable, siguen denunciando la destrucción de los ecosistemas; igual que en América Latina, va en aumento el reclamo por la ausencia de consulta y participación de la gente, en muchos casos desplazada forzadamente y porque los estudios de impacto ambiental “casi siempre tienen lugar después de la construcción de presas individuales”. Todo confirma un comportamiento claramente irresponsable de los constructores de hidroeléctricas en cualquier parte del planeta. Las advertencias científicas y sociales en todos los países resumen que “destruir ríos empeorará la crisis climática”.
La época de las represas ya pasó en el mundo. No existe manera de justificarlas como energía “limpia”, “verde” o “renovable” a la luz de las evidencias de destrucción. El discurso oficial las defiende como “ambientalmente sostenibles”, precisamente porque ser “ambiental” consiste en regular y ajustarse a leyes y normativas, aunque la destrucción no se detenga. En Europa se habla de demolerlas para recuperar ecosistemas y economías locales. En Estados Unidos, la demolición es ya un proceso en marcha. En Costa Rica, los éxitos comunitarios del 2019, como la suspensión del PH Diquís del Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), la liquidación del PH San Rafael en Pérez Zeledón y el freno a los PH Bonilla 510/6.1 MW y PH Bonilla 1320/5.4 MW en Turrialba –los 3 de la constructora HSolís– demostraron sensatez por parte del MINAE (para los PH Bonilla sostenemos la alerta, pues el ICE y el MINAE no los han liquidado oficialmente). El reciente anuncio del ICE de no construir más represas, pareciera que reconoce la urgencia de detener la destrucción de los ríos y respetar los derechos de las comunidades, aunque no ha propuesto modificar la legislación actual. En ese contexto de algunos avances, el Congreso de Hidroelectricidad resulta un retroceso y una contradicción con lo que el MINAE y el ICE han firmado. Costa Rica ya debe iniciar su propia era de demolición de represas y encaminarse hacia un modelo energético inclusivo, justo y respetuoso de los ecosistemas y de la gente, superar el que hemos tenido hasta ahora: excluyente y destructivo. Esa sería la mejor señal que el país podría darle al mundo y no la de estimular una industria que agrava en todos los aspectos la crisis ecológica y social del planeta.
Si algo se puede sostener desde el mundo comunitario es que nunca, ni las empresas estatales ni las privadas, locales o transnacionales, han respetado los derechos de las personas, de las comunidades y de los ecosistemas. La historia de oposición a las hidroeléctricas es muy voluminosa en el mundo y, por supuesto, en Costa Rica. Todas las oportunidades que se ha logrado frenar temporalmente, condicionarlas o impedirlas han sido, exclusivamente, porque la gente organizada ha defendido sus derechos y ha logrado torcer el brazo de las entidades estatales y las empresas, tras incansables y desgastantes alegatos y disputas legales, técnicas y políticas. Los casos mencionados de suspensión del Diquís, la liquidación de los PHs San Rafael y el freno a los PH Bonilla 510 y Bonilla 1320 son la mejor muestra reciente de que si las personas no enfrentan a la institucionalidad y a las empresas sus derechos y los de los ecosistemas son simplemente arrasados.
Represas y mentiras sobre “energía verde”